sábado, 8 de diciembre de 2012


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A finales del siglo XVIII aparece en Alemania y en el Reino Unido una nueva manera de enfocar la vida un tanto revolucionaria. Se rompe sin más con la tradición clasicista que ahogaba inexorablemente la libertad creadora con reglas estereotipadas y absurdas. Se trata evidentemente del Romanticismo. Este movimiento cultural y político propició la aparición de tendencias muy distintas de un país a otro, e incluso de una región a otra, dentro de una misma nación. Y en España, aunque con cierto retraso, también se produjo esa afirmación cultural que subrayaba intencionadamente las diferencias históricas, e incluso lingüísticas, de cada una de sus regiones.
 

           Este movimiento cultural, cómo no, prendió también con fuerza en Cataluña a partir del segundo tercio del siglo XIX, y recibe el nombre de Renaixença. La Renaixença se consolidó en torno a la burguesía culta que comenzó a interesarse por el pasado propio y a querer recuperar el catalán. Hasta entonces, la lengua catalana se utilizaba casi exclusivamente en manifestaciones de carácter popular, ya que la burguesía escribía siempre en castellano, aunque se tratara de temas catalanes. Al igual que en el romanticismo europeo, en la Renaixença se daba mucha importancia a los sentimientos patrios y a los temas históricos.

La Renaixença termina por reestructurarse definitivamente como fuerza política en los estertores del siglo XIX. Culmina así todo un proceso de afirmación catalana, iniciado en la década de 1830, con la puesta en marcha de una confederación estrictamente catalanista, la Unió Catalanista. Los intelectuales adscritos a esta corriente eran profundamente tradicionalistas y antiliberales, y abominaban del sufragio universal. Lo suyo era el sufragio corporativo.
 
En vista de que la mayoría de este grupo era tremendamente reacia a participar en la vida política, Enric Prat de la Riba decide crear, en 1901, su propio partido: la Liga Regionalista. Este partido recogía fielmente las diversas demandas que planteaba la burguesía industrial catalana. La labor incansable de Prat de la Riba al frente de La Liga Regionalista cristalizó, por fin, en abril de 1914, en la Mancomunidad de Cataluña, que integraba en un único instrumento de autogobierno a las cuatro diputaciones provinciales catalanas.

Este tipo de mancomunidades, además de no poseer recursos propios, carecían también de capacidad legislativa. De ahí que Francesc Cambó, cuando ocupó la presidencia de la Liga Regionalista en 1917, para dotar a la Mancomunidad de Cataluña de esa capacidad, impulsó la redacción de un Proyecto de estatuto para Cataluña. Este Proyecto de estatuto fue apoyado por el Partido Catalán Republicano y por personajes tan diversos como Alejandro Lerroux y Francesc Macià.
 
Estamos pues ante el conocido fenómeno de los regionalismos, nacidos de aquel Romanticismo del siglo XIX que derivó en Cataluña en un nacionalismo fuerte y arraigado. En el desarrollo de semejante proceso, dedicado principalmente a exaltar todo tipo de sentimientos, influyó decisivamente el enriquecimiento rápido de Cataluña y, como no, el Desastre de 1898. Pero de momento, ni rastros del separatismo que acucia hoy a la sociedad catalana. Más aún, la burguesía catalana se mostraba entonces tremendamente españolista, buscando así dar salida a las mercancías producidas por sus industrias. Su desarrollo cultural y la marcha boyante de su economía eran motivos más que suficientes para que, en vez de aspirar a iniciar su propio viaje en solitario, buscaran intencionadamente pilotar la marcha de España, sin perder, eso sí, su propia identidad.
 
Tampoco hay atisbo alguno de separatismo en los graves acontecimientos de la llamada Semana Trágica. Entre el 26 de julio y el 2 de agosto de 1909 se produce en Barcelona y en otras ciudades de Cataluña el levantamiento popular que dio lugar a esa Semana Trágica. . No se echaron a la calle para exigir la independencia, ni siquiera para reclamar más autogobierno catalán. Protestaban simplemente contra la guerra rifeña y por la manera infame de reclutar efectivos para defender, a toda costa, la presencia española en el norte de África. Es la conclusión a la que se puede llegar después de examinar detalladamente los sucesos revolucionarios de esa Semana.

El Desastre de 1898, que supuso la pérdida de todas nuestras colonias de ultramar, fue un tremendo mazazo moral que convulsionó a todo el pueblo español. Para resarcirse de tan cruel varapalo, España trataba de aumentar su influencia en la zona norte de África, logrando en la Conferencia Internacional de Algeciras de 1906 la administración de la parte más septentrional de Marruecos, que incluye las regiones del Rif y de Yebala. Todos estos territorios, administrados por España, reciben el nombre de Marruecos español.

El 9 de julio de 1909, los obreros españoles que trabajan en las minas del Rif y en la construcción de un ferrocarril, que partía de la ciudad española de Melilla, fueron atacados por sorpresa por los cabileños del protectorado administrado por España. Cuatro obreros murieron en ese ataque. Para cortar por lo sano esa inesperada rebelión rifeña, Antonio Maura decide enviar a Marruecos varias unidades militares, entre las que se incluían a varios cupos de reservistas. La inclusión de reservistas entre las tropas enviadas a marruecos, en un momento tan conflictivo, desató toda esa revuelta revolucionaria.

También hubo incidentes comprometidos en Madrid, en Zaragoza y en Tudela por los mismos motivos, pero no de la envergadura que alcanzaron en Barcelona. En la Semana Trágica de Barcelona, que va del 26 de julio al 2 de agosto, se dan cita toda una serie de circunstancias, todas ellas lamentables, que desembocan en esa terrible insurrección. Por un lado la enorme desilusión de la sociedad española, al darse cuenta que se había perdido definitivamente nuestro papel hegemónico en el mundo. No quedaba ya nada del famoso imperio español, ni de su poderío económico e incluso ideológico.

Por otro lado, los obreros españoles habían adquirido ya cierta conciencia sindical, de modo que, en todas las zonas industriales y principalmente en Barcelona, eran ya operativos los movimientos obreros. En Barcelona concretamente funcionaba Solidaridad Obrera, integrada por socialistas, anarquistas y republicanos, que trataban de hacer sombra a Solidaridad Catalana por su manifiesto acercamiento al Partido Conservador de Maura.

Se daba, además, la circunstancia de un enorme descontento y crispación social entre las clases más humildes por la manera en que se producían los reclutamientos de tropas. Según la legislación vigente de aquella época, los ricos podían eludir su incorporación a filas pagando a otra persona para que le sustituyera, o simplemente abonando un canon de 6.000 reales, cantidad que no estaba al alcance del pueblo llano. De este modo eludían, en esta ocasión, la movilización para participar en el conflicto originado en Marruecos.

A partir de la publicación del decreto de movilización, comenzaron las protestas contra la guerra. En un principio, esta revuelta militarista era pacífica y trataba sencillamente de impedir el embarque de los soldados reservistas. Los reservistas, que ya habían cumplido anteriormente el servicio militar, eran ahora trabajadores, y muchos de ellos padres de familia. Pero al no poder pagar los 6.000 reales, se les obligaba a incorporarse a filas para ir a Marruecos a luchar contra los moros, dejando abandonada a su familia.

Esta circunstancia fue aprovechada por los agitadores y activistas profesionales, entre los que encontramos a los anarquistas y a los socialistas, para preparar un monumental alboroto. Este alboroto tumultuoso se transformó, de manera muy rápida, en una huelga general extremadamente violenta. Se inició ésta en los barrios periféricos de Barcelona, que es donde se encontraba el grueso de las fábricas. La tensión estalló definitivamente el 18 de julio, al grito de “¡Abajo la guerra! ¡Que vayan los ricos!” cuando se procedía al embarque de las tropas en el vapor Cataluña.

El afán revolucionario de los socialistas y los anarquistas los llevó a forzar al límite la situación, logrando transformar la huelga general en unos disturbios extremadamente violentos contra las instituciones religiosas. El balance final de esta revuelta revolucionaria fue terrible. Solamente en Barcelona hubo 78 muertos, más de medio millar de heridos. Se quemaron 33 escuelas religiosas, 52 conventos, varias iglesias parroquiales, bibliotecas y cantidad de obras de arte. También se profanaron algunos cementerios de religiosas, sacando a algunos de sus cadáveres momificados a la calle.

Barcelona se llenó de barricadas. Actuaban al unísono anarquistas, socialistas, republicanos y también masones. Todos ellos compartían el odio visceral a la Iglesia, propugnaban los cementerios civiles, la enseñanza laica y los matrimonios civiles. Y su propaganda anticlerical, malévolamente difundida, prendió con fuerza en los barrios obreros de Barcelona. La insurrección se extendió rápidamente a otras localidades catalanas, donde se produjeron todo tipo de disturbios. Quisieron exportar esta revolución a toda España, pero fracasaron rotundamente en el intento.

La situación llegó a ser muy complicada en Cataluña, pero a ninguno de estos grupos se le ocurrió identificarse con Cataluña. El enemigo al que se enfrentaban era la Iglesia y sus instituciones, pero nunca España. El nacionalismo catalán, nacido del romanticismo del siglo XIX, buscaba exclusivamente beneficios particulares. A nadie se le ocurría entonces hablar de independencia. Para que esto suceda, tiene que pasar aún mucho más tiempo.
 
Gijón 2 de noviembre de 2012 

José Luis Valladares Fernández

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